jueves, 16 de octubre de 2014

EL BAR DE LOS BORRACHOS

El bar de los borrachos. Así lo llamo yo. Aunque es mucho más que eso. Es, por ejemplo, el parador o apeadero de las putas del barrio, de muchos camellos o simples adictos, y, claro, cómo no, unos cuantos policías. De paisano. También estamos los erráticos. Esto es: un día aquí otro allá. Depende de cómo venga la noche. Sitio muy apropiado para almas perdidas y ángeles efímeros.
Gente que no tiene prejuicios en beber en copas con rastros de bebedores antiguos. Total la bebida tampoco suele ser del todo genuina. Más bien adulterada o definitivamente apócrifa. De marcas blancas con tendencia a oscuras. Cosa que no lastima el paladar acostumbrado a  sabores resabiados. Y que tampoco busca ninguna sutileza. El golpe está conseguido. Punto. Lo que sí se respira en el tugurio es camaradería. Con cama o sin ella.  Un ambiente fraternal que tiende al incesto llegadas ciertas e inciertas horas.  Grescas pocas. Por no decir ninguna. Para qué. Los dependientes tienen caras de prófugos de las Antillas. O de algún lugar tercermundista. Argentina, por nombrar uno. O Perú, por nombrar otro. Todos buenos muchachos. Atentos y generosos a la hora de servir. Uno me parecía hindú. Era de Bangladesh. Un tal Zamán.  Repito, buena gente. Muy buena.
Siempre hay algún parroquiano haciendo gala de sus conocimientos. Históricos en este caso. Que le den al trago no significa que no sean verdaderos catedráticos, eh! El tipo hablaba con mucha propiedad y excelente lenguaje, solo interrumpido por algún eructo, de los piratas. Y parecía conocer al detalle vida y obra, artes y oficios, de aquellos cretinos del pasado marítimo no tan lejano.
Rara vez se discute de política actual, piratería moderna, en el antro. A todos parece traerles al pairo el último caso de corrupción de los caballeros, y caballeras, de esta España corrupta. Tercermundista. Fuera del recinto sí, claro, por supuesto. Se ve por las aceras las lágrimas por un perro, un tal excalibur. Dolidos los transeúntes por la suerte del can más que por la de miles de niños africanos. Claro, cómo no. El perro es español. Y es un perro ¡caramba! Pobrecito.
Sin embargo dentro del garito la parroquia exhibe su coherencia, eso me encanta. Entre los efluvios de pésimo alcohol (Bueh!, el alcohol quizá es de excelente calidad),  se conversa con tranquilidad, sin hipocresía. Acaso alguien se destaque por el tono de voz, o su más o menos enjundia, su temperamento, pero nadie se enzarza en discusiones estúpidas, polémicas estériles. De esas que sugieren los líderes de opinión desde la tevé a sueldo de los magnates del sistema. Esos que juegan graciosamente a la bolsa como quien va a disputar un partidito de futbol sala. Todo para entretenimiento de una patria que oscila entre fragmentarse o amontonarse en cesiones de falsas confrontaciones mientras paga el resto de la población sus copiosas cenas, sus trajes y sus putas. O putos. O gigolós. Ni hablar de su estándares de vida muy por encima de cualquier profesional. Ya no digo borrachos de mi bar. Benditos sean.
Ellos están del “otro lado”. Son como los “macizos”.
Sin embargo de éste lado la vida no da respiro.  Es azuzada por los que están al otro lado. Para que la maza se llene de piojos. Tienen que ocuparse en algo. En rascarse al menos. Como decía Ignacio Silone en “Fontamara”.  Que se apelotonen y se maten entre sí. Que salten al vacío. Esa maza compuesta de avariciosos y hambrientos. Por arrogantes y necios. Por petulantes y lisiados emocionales. Por desesperados por los más variopintos desesperos. Que se quedan sin casa en la puta calle, nada. A salvar a los banqueros y a meter preso a los ladrones de gallinas. Que no quede ni uno sin saber lo que es justicia. Joder.  ¡Joder! ¡Ay, España!
Unas decrépitas parroquianas –de esas que tomarían el té en Inglaterra, aquí unos licores-, hablaban de la limpieza de escaleras y otros menesteres por los que recibían magros estipendios, y se quejaban de esas labores mal pagas. Nada.  Me distraje un momento oyendo sus quejas. El paro. La carta de recomendación y un pedo fingido con la boca mal pintada de una de ellas. Nada. Nadie les salvará de sus pesares, pensé.  Como dijo una de esas mujeres: y lo tonto que somos. Sí, lo dijo así “lo tonto que somos”. No hizo el paripé idiota de la diferencia de sexo que a toda costa ha querido imprimir como una moneda o medalla los que se denominan a sí mismos progres, o izquierda, o plurales, o todo junto. No, la mujer dijo: “lo tonto que somos”. Nada de jueguitos semánticos. Eso les queda a los que están del “otro lado” y tiran papelitos por encima del muro. Ellos del otro lado. Y si los tiran manuscritos es para que creamos que son pobres. Canallas. Tanto o más que sus supuestos  antagónicos.  Nada. Son simples competidores en sus chiringuitos. El palabrerío no cambia las miserias de inquilinos y parados. Tanto o más canallas. Juegan con la sangre ajena. La subastan y las llenan de etiquetas muy bien diseñadas, por supuesto. Canallas.

Dentro del bar el mundo parece perfecto. El tiempo pasa sin resplandores ni oscuridades exageradas. Las máquinas tragaperras en un rincón lucen en silencio sin llamar la atención, son poco más que un adorno. El bar es lo que es, suficiente. Quizá algún chino las despierte a altas horas de la noche. Pero están peladas. Si aquí hay una moneda es pura y exclusivamente para el próximo trago. Tal vez el último. Eso es justo. Al menos para ciertos ángeles. Efímeros.

jueves, 27 de marzo de 2014

Apestados

Todos tenían algo en común. Como en una legión. Un rasgo que lo distinguía y los aunaba. No era nada difícil sumarse, mezclarse entre ellos, confundirse en sus concilios y mítines. Unos pocos gestos y palabras orientadas a tópicos evidentes eran suficiente carnet de “soy de los vuestros”. No estaba de más utilizar de tanto en tanto una mueca cómplice en cuanto sonaba el nombre de tal o cual, o se hacía referencia a un hecho por todos conocido. O un guiño de entendimiento o un cabeceo de desagrado ante la mención de un fulano o fulana de la “contra”.
En el sentido cronológico pluralidad absoluta. Ya podrían tener treinta u ochenta años, los códigos eran cuasi idénticos, como sus opiniones y predicciones acerca del devenir del país…o del mundo. Salirse del libreto establecido era suficiente para ser mirado como a aquellos humanos que trataban de no llamar la atención en la invasión de los “ultracuerpos”. Solo faltaba el chillido y el dedo apuntador. Los parámetros estaban perfectamente definidos, ningún atajo, nada de matices.
Los “aislados” deambulábamos como verdaderos leprosos.
Apestados, y ciertamente, por mucho, los más antisociables.
No nos echaban de ningún sitio, pero nuestra soledad era palpable. A tal punto, que hasta entre nosotros, que no éramos pocos, nos mirábamos con recelo. Franqueados casi siempre por los grupos afines, teníamos barreras que preferíamos no quebrar. Además, ya estábamos habituados. Y esto sucedía en los ámbitos más variopintos.
Decidí no salir de casa por un tiempo. Y no hablar con nadie. Aunque necesitaba con desesperación ponerme en contacto con gente por temas laborales. Los recursos económicos eran ya de por sí escasos  y mis alacenas mostraban una palidez cadavérica. Tendría que negociar una salida, aceptar las reglas de juego propuesta por quién sabe, y ser parte de aquella marea. O telaraña. Hacer los gestos y muecas convencionales, sonreír o fruncir el ceño, cabecear atento para no confundir el rango. Y decir, de tanto en tanto, alguna frase que despierte idénticas reacciones entre mis contertulios, para así realizar en conjunto una especie de ritual rítmico de aprobación o desagrado, según fuese, alrededor del noble altar de la     confraternidad. O el “compañerismo”. “Compañero” o “compañera”. Que así se llamaban entre sí. En realidad los otros también se llamaban entre sí del mismo modo. Los otros, digo, la “contra”.
Una tarde me quedé dormido en el sofá y soñé que los “ultracuerpos” eran eso, un sueño. Un mal sueño, claro. Que la gente se llamaba por sus nombres. Nada de “colega”, “compañero”, “camarada”, “correligionario”. Como mucho por sus motes: “jetón”, “pelambre”, “pistola” y así. O por su origen: “Cordobés”, “Turco”, “Sudaca”. O por su estilo: “Maricón”, por ejemplo. Que a mí me llamasen “petiso” me sonaba bastante integrador. Casi cariñoso. Además lo soy. Qué carajo. Y calvo. ¿No me iba a ofender porque me dijesen “pelado”? Bueno, si me gritan ¡pelado puto! es otra cosa. Ya estamos insultando. Si fuese puto, bien. Pero el modo, la cuestión es el modo.
-Volviendo al tema: ¿crees que eso me convierte en un ángel efímero? Lo de esa sensación de estar aislado. De sentirme un apestado. ¡Soy un antisistema auténtico!
-Bueno, pero ahora estás hablando conmigo, tan aislado no estás…
-¿Qué tendría que hacer para ser un “ángel efímero? ¿Cometer un crimen? ¿Tener una muerte espantosa?
-Primero: ser un ángel efímero no tiene ningún mérito. Segundo: no entiendo tu interés por serlo. Tercero, y más importante: nadie, absolutamente nadie se convierte a sí mismo en un ángel efímero, quien o quienes lo determinan es esa mayoría ajena, desconocida, que en parte mencionabas al comienzo de tu relato. Perdón por lo de “relato”, sé que debe ser bastante duro sentirse así.
-¿A ti no te pasa?
-¿Qué cosa?
-No, a ti no te pasa…los “apestados” somos distintos…muy distintos…
Se levantó con la mirada en un punto tan lejano y a la vez tan íntimo, que no me atreví a detenerlo ni a decirle que se quedase un rato más, que le invitaba otro trago, o un café, que me contase algo más de esa angustia pavorosa que le tocaba vivir. O que no se le ocurriese hacer una estupidez. Solo sabía su nombre: Manuel. El que él me dijo, sabrá dios si era o no el verdadero. Un nombre muy común para alguien que se sentía tan diferente. Lo vi irse con las manos enfundadas en los bolsillos de su abrigo, me pareció que las llevaba hechas puños.
Pobre tipo, pensé. Pagué la cuenta al camarero y comprendí que solo pagaba un café. El mío. El único.
-Perdón…¿no me cobra los dos licores que bebió mi amigo?
-¿Disculpe?
-Mi amigo, el que se acaba de marchar…

-Usted ha estado solo todo el tiempo…al menos en mi turno, y estoy aquí desde las cuatro-.

jueves, 13 de febrero de 2014

El garito de la calle Almirante

Ya hacía tiempo que no había vuelto a ver al viejo. Tampoco rondaba cerca del muro. Resignado a mi precaria cotidianeidad, tan solo iba y venía de tres o cuatro sitios, y de ahí a mi habitación. Me había armado un circuito de modo inconsciente y lo recorría de forma automática, día tras día. Y aún de noche. Rompía la monotonía algún rostro en el cual se despertaba, al verme, otro rostro que me convidaba a conversar de mundos en los cuales debí de haber aterrizado en ciertas épocas, de las que trato de recordar lo mínimo. Se me figuran fantasmas. Aunque cordiales, los recibo como apariciones. Espectros que vienen a mi encuentro sin solicitarlos. Y me interrogan acerca de un presente, el mío, del que ni yo mismo sé por dónde ocurre. Los despido amablemente como corresponde, pero siempre me queda un sabor agridulce de visita no deseada. Hace un par de noches me encontré con María Esperanza –un nombre poco apropiado para esta dama-, y acabamos primero en un bar de mala muerte bebiendo unos vinos poco recomendables de origen impensable, y luego en una cama, la suya. Los revolcones tenían el énfasis de la desesperación, y entre uno y otro hacíamos un paréntesis. En realidad los hacía ella, para contarme casi entre lágrimas sus desventuras amorosas. Me bajaba los ánimos, pero los recuperaba inmediatamente gracias a sus curiosas manos, y su boca. Instantes en los que no despotricaba contra un tal Javier que la traía de cabeza a la pobre. El fulano, parece, era un vivillo de tres al cuarto, pero en la cama o de pie le arrancaba a aquella mujer unos viajes imponentes al paraíso. Eso decía. A mí no me molestaba que lo comentase en medio de nuestro ajetreo, en tanto no interrumpiese, al menos, el final. Si lo extrañaba era problema suyo. “A ustedes, los hombres, les da igual todo”, me recriminó en un momento, “con tal de meterla”. No le hice caso sabiendo que aquello acabaría pronto y cada cual a su casa. Bueno, ella ya estaba en la suya. Cuando me marché, de madrugada, manoteé una manzana, la única que reposaba lánguida en un cuenco de la mesa del comedor. Ni la lavé para no hacer ruido con el grifo del fregadero. La limpié con la parte de la camisa que sobresalía del pantalón y me fui cerrando la puerta con una cautela propia de un delincuente. Al mediodía desperté con resaca; miré a mí alrededor y sentí alivio de no encontrar a nadie. Esa tarde decidí ir al encuentro del viejo.
Aunque di vueltas por varios bares por los que solía deambular aquel hombre, no lo hallé. Vi su carrito en el lugar de siempre, y los trastos y cartones que le servían de apeadero, así que pensé que aún vivía. Y eso me alegró. A menos que alguien le hubiera usurpado todo tras su muerte. Eso también era posible. Y ensombreció mi primer razonamiento. Nadie por allí era fijo, de modo que no tenía a quién preguntarle nada. Ni tan siquiera los camareros de los bares. Ni sus propietarios. De un mes a otro la geografía humana variaba vertiginosamente. Así que la fauna me era completamente extraña. Lo que no cambiaba era la multitud. Siempre era una multitud. Como un cuerpo único y crepitante. Y el portal. El portal. Las escenas cambiaban de actores pero se parecían mucho unas con otras: las ambulancias, los forcejeos, los personajes a cual más ordinario. Aún vestidos de gala. Caminé un rato por sus orillas tratando de detectar al viejo. El solía internarse entre la muchedumbre para rascar algo con que comer. O arrebatar una cosa al descuido. ¿Y si se fue al otro lado? Pensé. No, eso era imposible. Ese no vuelve más, me dije. Pero ¿y si? Por qué no. Que tendría de raro. La edad no tenía nada que ver. Ni su indigencia. Podía haber sucedido que alguien lo reconociese, o lo hubiese rescatado. Su hija, tal vez. Imaginé varias posibilidades pero no había modo de acertar con una hipótesis creíble. Traté de no desanimarme y me alejé del tumulto encendiendo mi último cigarrillo. “Mañana me daré otra vuelta”, pensé, “seguro que lo encuentro, este tipo tiene sus manías…pero no me parece de los que se mueren sin más, da la apariencia de cosa frágil pero éste es de lo que acaban enterrando a todo su entorno”.
Para cerrar mi periplo, me dirigí a casa recorriendo unas invernales calles empedradas. Esas que en penumbras sugieren una actividad frenética con olor a cerveza y humos de porros de un próximo verano. Solo para encontrarle un sentimiento optimista en medio de la desolación. Sin darme cuenta varié la caminata y di con un bar en medio de la nada. Uno que hasta entonces ni sabía que existía en aquella zona. Varios personajes cajetillas fumaban en su acera, delante de un portero gigantón que los observaba con gesto despectivo, enfundado en un abrigo propio del polo que abultaba aún más su imponente figura. Me acerqué para husmear de qué iba la cosa y el tipo me miró de arriba abajo con unas pupilas escrutadoras que brillaban fríamente desde la cima de su estatura. No dijo nada y para mi sorpresa abrió la puerta invitándome a pasar. Y accedí. Total. Bajé unas escalinatas envuelto en una música que llegaba desde el fondo: un piano y unas voces desafinadas que se encimaban unas contra otras formando un bloque desagradable. En la extensa barra de aquel garito se apiñaban hombres y mujeres vestidos como si hubiesen salido de una boda. O un funeral. Por eso no me pareció raro que me mirasen como a un sapo de otro pozo. Lo era. El barman me fichó solicito y me preguntó qué bebería. Allí no había absolutamente nadie sin una copa en la mano. Me excusé diciéndole que lo estaba pensando y el hombre aceptó la respuesta, y por suerte unas muchachas reclamaron su atención a voces, lo que me dio unos segundos para escurrirme buscando el origen del ruido. Ante la pregunta de unos camareros que acechaban en la orilla del apretado gentío que rodeaba el piano –también utilizado por la parroquia a modo de gran encimera-, les respondí igual. Estaba pensándomelo. “Qué buen sitio para un carterista”, me dije, “todos en un estado de euforia, distraídos por los cantantes improvisados, atentos al roce libidinoso, histérico, de unas muchachas, o muchachos;  y casi, o en completo estado de ebriedad, la mayoría. Esto sería el paraíso de más de uno que conozco”. Lástima que yo no tenía esas habilidades. Ni eso. Aquel lugar me recordó las cercanías del portal. Parecía una síntesis, una miniatura de aquel inconmensurable descontrol. Solo que en vez de un piano, el centro de atención era otro. Esto era como una metáfora del gran hormiguero. En muy pequeña escala. Infinitamente menor. Antes que me volviesen a preguntar que bebería –no tenía ni una mísera moneda encima-, decidí ahuecar el ala.

Unas calles más abajo me di cuenta que no había visto el nombre del garito, aunque no sé por qué supuse que no sería la última vez que entraría a ese sitio. Después de todo quedaba de paso entre la locura y la soledad. Y viceversa.

sábado, 9 de febrero de 2013

Wendy, al final



Cuando conocí a Wendy supe, desde el primer chispazo de su mirada, que aquella mujer había estado del otro lado. Además de reconocer el desafío que me proponía, claro.
Luego cuando de madrugada mis dedos estaban al borde de borrar sus huellas digitales en el clítoris de aquella rubia cuarentona –le encantaba, descubrí, que la masturbaran, y casi que era su inmejorable modo de llegar al orgasmo-, comprendí definitivamente, en sus suspiros, que ella había vivido unos instantes de gloria en algún recóndito cuarto de la historia. La suya.
Una hora de reloj –lo digo porque por momentos observaba los numeritos, de aburrido nomás-, me lo pasé mordisqueando sus pezones y frotándole la hendidura. Ella me masturbaba a mí, cuando se acordaba, entre resuello y resuello. Tuve que esperar que su satisfecho ímpetu se tomase un receso, con un leve sueñito de treinta minutos, en los que me entretuve toqueteándola para despertarla con el deseo volver a la carga. Y se despertó, y de vuelta a cogerme la mano para que la masturbara, y sutilmente dije basta. Con la actitud. Así que no sé si por complacerme, al fin me dejo hurgar en sus profundidades con la herramienta al uso. Aunque duró poco. Poco porque inmediatamente se puso de lado y me dijo que otra cosa le gustaba tanto como masturbarse: el sexo oral. Y lo hacía bastante bien, con variaciones de profesional. Que según me advirtió no eran oficios de puta, “que yo no se la chupo a cualquiera, ¿me entiendes?, me espetó sujetando mi sorprendido artilugio a modo de micrófono, “solo a los que me gustan mucho”. Ajá, pensé, pero sigue, sigue, por favor. Y siguió, con que no me derramase en su boca, que si acaso en sus pechos o en la cara, si me apetecía. Como me calentaba y me enfriaba no conseguía tener el ánimo firme de forma permanente –como hacen los protagonistas de las pelis porno-, y se quejó: “Tardas mucho”. Entonces, cuarenta y tres minutos después, entre un escarceo y otro, conseguí que abriese bien sus largas piernas, y afirmándolas con los brazos, como si estuviese acuclillada pero boca arriba, me impuse en toda la extensión, sin que sobrase o faltase nada. Hasta el fondo. Cuando acabe la faena estaba exhausto, y apenas escuche su voz preocupada: “Tienes puesto un condón, ¿no?”. Me aparté y le enseñe la evidencia. Suspiró y me dijo que le había encantado. Después de tanto trajín, la verdad, no me importaba demasiado si era o no sincera.
Mientras desayunábamos, cerca del mediodía, me contó detalles de su vida que confirmaron mi apreciación inicial: había estado del otro lado. Me habló de sus andanzas en el periodismo televisivo. De las envidias, recelos, traiciones y bajezas de los más miserables colores. De su ascenso y descenso de aquellas luminarias. De la cocaína. Sus enormes ojos azules se humedecían al rememorar aquellos súbitos paraísos, con sus respectivos infiernos. Su mirada estaba adornada por arrugas que provenían más de la noche, el alcohol y la coca que de su edad. Ya no me drogo, me confesó tratando de convencerme y apretó mi mano entre las suyas para hacer más convincente su palabra. Igual no le creí demasiado, aunque me gustaba la intención. Noches después la rudeza de su trato y la contracción de la mandíbula rubricaron lo que era evidente: seguía enganchada. No la juzgué, cada cual hace lo que puede. Pero decidí no volver a frecuentarla. Yo era el tipo menos indicado para dar apoyo a nadie, ni para estar a expensas de cambios bruscos de un temperamento de por sí contundente. Como el de la mayoría de mujeres de cuarenta acostumbradas a vivir solas. Además la gimnasia manual a la que me convidaba a jugar no me resultaba del todo placentera.
Tenía un cuerpo, que así, desnuda, deambulando por la estancia, despertaría los bríos de un macho en celo, o no, de cualquier especie. Estatura y formas de modelo. Una silueta que resistía el paso del tiempo más que con dignidad, con verdadera soberbia. En su momento habría sido una tremenda muchacha, un preciado objeto del deseo, baba de empresarios y competencia brutal de sus congéneres. “Pata negra”, me comentó un amigo común, “era pata negra”, refiriéndose al jamón de excelencia. Ahora estaba en los comienzos de su decadencia.
Siempre he visto cerca del Portal a mujeres así, pero jóvenes. Siempre me imaginaba como sería estar una noche con una fémina de aquellas. Qué atributos debería ostentar para seducirlas. “Dinero, mucho dinero…poder”, me dijo lacónicamente, Tito, “si a una mujer común le tienes que ofrecer seguridad, imagínese a una de éstas niñas, van a por todas…y eso es algo muy, pero que muy impensable para usted o para mí, y viejos”, se rió, mostrándome su escasa provisión dentaria. También solían pasar por allí muchas “wendys” con el profundo convencimiento de un retorno. Aunque “mi” Wendy no tenía retorno. Y no es que no fuese, aún, bonita, e inteligente en sus ratos de lucidez plena. Su destino era evidente. Como el de Tito. Como el mío. Como el de millones. Vivir de la ilusión generada por ese paisaje luminoso, esa jungla de placer a voces que se hallaba más allá de nuestros pasos y nuestras conciencias.
No hace tanto me crucé con Wendy en una esquina próxima a la plaza de Lavapiés. Yo caminaba decidido hacia la boca de metro y ella hablaba de un modo desenfrenado con unos morenos africanos –creo-. Tenía la espalda curvada como un animal de pelea. Como un boxeador. Dura. Me miró de reojo pero sin reconocerme, estaba ensimismada en su discurso. Muy dura, me pareció. Antes de bajar las escalinatas giré la cabeza para ver si me miraba. Seguía en lo suyo, gesticulando con los brazos desplegados y sacudiendo la cabeza como si quisiese sacarse un inexistente mechón de pelos de su frente.
Me equivoqué con ella en una cosa. Su destino. La foto de Wendy salió en un periódico. Una foto de su época más brillante. De cuerpo entero, sonriente, en un set de televisión de no sé qué programa de no mucho rating. Pero de una cadena importante, eso sí. Se la veía bellísima. Tal como aquellas inalcanzables de las muchedumbres del Portal.
Aunque morir atropellada por un taxi en el Paseo de Recoletos no tenía mérito alguno, había conseguido relanzar su calidad de ángel efímero. Ahora más efímero que nunca. Postrer medalla a una vida que no dejaba tras de sí ni herencias, ni descendencias. Apenas un recuerdo en la página policial de un diario, ni tan siquiera en el área de espectáculos, no, en la zona ruin. Aunque siempre quedaría una mención, escueta, en ciertos rincones de la red global. Y por supuesto en mi memoria. Que no es gran cosa.
No es gran cosa, claro.

jueves, 7 de febrero de 2013

La Gran Vía de la 9 de Julio



Frío recorre el aire la Gran Vía, escurriéndose entre los jeans ultra ajustados de las prostitutas perennes de los portales. A veces se escucha un silbo con el que llaman las morenas a sus posibles clientes, o un chistido, que se congela en el aire a pesar de la caliente sugerencia.
Había regresado días atrás de una calurosa 9 de Julio en la que el edificio de Obras Públicas domina el horizonte con una imponente Evita diseñada al estilo Che cubano, y duplicada. La referencia a una legendaria revolución es más que evidente. Y cosmética. La gran avenida porteña, que caminé entre sorprendido y ausente, sin las prisas y ansiedades antiguas, las de antes.
Antes, les aseguro, de imaginarme como sería Madrid en invierno. Mucho antes aún de tener la más mínima intención de abandonar, como lo hice, sin remordimientos, a Buenos Aires. Mucho antes, incluso, de tener tan siquiera una sintética información del recorrido de esta arteria española y cuán fría podría ser en febrero. Más todavía cuando se vaga como una mezcla de cowboy de medianoche y solos en la madrugada, esto es, una conjunción de Pepe Sacristán y Dustin Hoffman –no Jon Voight-,  como aquellos personajes pero más viejo que ambos en aquella época.
Las palabras (cada vez más antiguas) de Tito resonaban todavía en mis oídos: “Usted podría llegar a ser un ángel efímero. Es cuestión de proponérselo. Y aún a pesar suyo”. Me volví a decir para mis adentros que no. Y exterioricé mi negación con la cabeza y los labios fruncidos. No. Aunque sabía por los comentarios de mi amigo que no había límite de edad para ostentar ese “premio consuelo” a una vida plagada de erróneas decisiones, y fallidos pasos de ciego desesperado que acaba cayendo del andén. A veces con la buena fortuna, algo es algo, de tener el convoy demasiado lejos para ser arrollado. Otras rescatados por una mano providencial  de en medio de las vías. Pero la caída y el golpe es inevitable.
A estas alturas, las del tiempo en los gemelos de las rodillas y las marcas dibujadas de un modo histérico en el rostro, como si fuesen rayones profundos propinados por un gato, que nos desfigura al punto de no poder reconocernos en los reflejos de los escaparates. Suelo imaginar que soy un vampiro que acompaña a un pobre viejo. El se ve pero yo no. Por las mañanas lo mismo. En el espejo está solo él.
Llegué hasta Alcalá con las solapas del abrigo empujadas a la fuerza hasta las orejas y el cuello contraído. Igual la brisa gélida se entremetía con una obstinada ambición de hacer daño. Luego fui por la Castellana y al fin doblé por Almirante. Julio, el portero del Toni 2 me vio venir y levantó un brazo para saludarme, le devolví el saludo y seguí de largo. No necesitaba girar la cabeza para saber que me observaba, seguramente sorprendido que no haya entrado a mangar un trago como de tanto en tanto lo hacía invitado por mi amigo César, el propietario del ya mítico piano bar, tan delgado como noble. César.
Sin embargo mi último euro con cincuenta pensaba obsequiárselo a Mozzico, a cambio de una porción de pizza recalentada. Por ese dinero, al cambio, me comía dos porciones de muzzarella en la Continental de la avenida Entre Ríos; recién hechas, con el queso correando por los costados. Pero ya no estaba en Buenos Aires. Estaba en Chueca. Y las pizzas de Madrid son las de Madrid. Hechas por tanos, gallegos o argentinos, tanto da. Todas parecidas: copiosamente adobadas con las más variadas especias, pedazos de fiambres y quesos, y de masa angustiosamente imperceptible, tanto como la muzzarella. Eso sí, mucho tomate. Hay de media masa, claro. Pero mejor no comparar. Las del Mozzico ni una cosa ni la otra. Aunque las prefiero a los pedazos de mazacote que venden unos italianos por Malasaña. Una creo se llama “El Siciliano”. Nada. Creo que en Sicilia le hubiesen pegado unos cuantos balazos por deshonrar su “patria” y desacreditar sus pizzas. Pero ahí están y a ¡dos con cincuenta la porción!  Inútilmente rememoro el sabor de aquellas de Guerrin, La Continental, Los Inmortales ¿para qué? La nostalgia me mordía un tobillo como el perro del relato del querido Osvaldo Soriano en “Una sombra ya pronto serás”, que comencé a leer en el aeropuerto Ben Gurión, en Tel Aviv. Justo cuando venía para aquí, para España, a Madrid, a Chueca…
Ya entonces tuve esa sensación: “Ya está, ahora sí soy un croto”. Y la volví a sentir mientras tragaba aquel pedazo de masa re cocinada, en una acera del invierno, de madrugada, en la zona más desangelada de la década, con el aliento lanzando pálidos eseoeses, los bolsillos en coma y las rodillas temblando más de impotencia que de frío.
Igual recobré el optimismo al observar que aún me quedaban cuatro cigarrillos. Hay que racionarlos, pensé. Si por lo menos Tito estuviese donde solía estar, podríamos compartir ese rancio vino de caja que si no se goza al menos siembra altos muros en la memoria y acaba tumbándonos en la inconsciencia absoluta. Antes, claro, parlotearíamos un buen rato y les sacaríamos el pellejo a todos aquellos personajes que se apelotonan junto al “portal”. Tomaríamos buena nota de los sucesos y hasta nos reiríamos de la estúpida arrogancia de los primerizos, los recién llegados. Algunos de los puntos más remotos del planeta. Veríamos con cierto regocijo aquellas películas humanas e inhumanas, rodadas con los recursos miserables de las almas más peligrosas, o ingenuas, que suelen ser todavía más peligrosas. Todos dispuestos a todo con tal de cruzar al otro lado. Por dejar éste. Este en el que un tipo cualquiera, como yo, por ejemplo, tiene el indeseable destino de tomar su última cena en un Mozzico, a euro cincuenta la porción, y cuatro finales cigarrillos que verán retardada su ejecución a la espera de un golpe de suerte que lo convierta, al menos, en un ángel efímero.
Ahora sí lo deseaba. Tenías razón Tito.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Colby



Solía ir al Colby a hojear en internet mis correos. Pero luego me acostumbré a pasar horas allí, entre sus paredes coloradas, en la mesita junto al escaparate para observar a las mujeres circunstanciales de la calle Fuencarral en busca de inspiración. Que siempre es un consuelo a falta de otro tipo de alicientes. Eso cuando hay. Cuando hay inspiración. Mujeres no faltan. Además tiene una ventaja interesante aquel reducto. Tiene enchufes  bajo las mesas, asunto vital para mi portátil cuya batería lleva muerta casi el mismo tiempo, días más menos, que el de la adquisición, que realicé creyéndome la etiqueta que traía pegada debajo del teclado: “duración de batería 8 hs.” ¡Guau, me dije entonces, es lo que necesito! La etiqueta todavía está ahí, intacta. Ahora solo aguanta tres minutos a lo sumo, que se los gasta anunciando con cartelitos: “Conecte su portátil a una fuente, queda 2% de energía…3 minutos…”. Aunque  se desmaya mucho antes.  Justo en el instante en el que alcanzo a leer: “tiene seis mensajes nuevos….”.  Ni siquiera me diste los tres minutos, le grito inútilmente. Y me deja la angustia de saber que tenía ¡seis mensajes! ¿Y si era una oferta de empleo urgente? ¿O un editor conminándome a vernos en tal o cual lugar, interesadísimo en mi obra, y que está de paso por la ciudad, y que si no, no nos veremos hasta dentro de un par de meses cuando regrese...? ¿Porqué, no? ¿Eh?
Bueno, es parte de mi bagaje creativo. Fantasear, digo. Y también mi ruina, pienso. A veces. ¿Mujeres? No, mensajes de ellas no. Prefieren “decírmelo” por teléfono, en especial cuando las llamo yo. Ahí se desahogan a mi cuenta. Lo prefieren así, me dicen. Que es más directo. Más espontáneo. Se quedan satisfechas. Al menos en eso.
Decía que me apoltroné de tal modo en aquel sitio que pasé de “hojear” internet a escribir, estilográfica en mano, como siempre lo hago –siempre que tenga suficientes cartuchos Parker-, en mi cuaderno de bitácora itinerante. Y lo estaba haciendo, escribir, a propósito de una reyerta que presencié cerca del portal, una tarde antes, cuando decidí realizarle una visita a mi amigo Tito, al que me extraño no encontrar, aunque en su lugar había otro “inquilino” ocupando el puesto de mendicidad. Un pordiosero más joven que Tito, y más alcoholizado. O loco. Le pregunté por mi amigo pero no supo contestarme, o no entendía mi idioma. Iba a insistirle con la descripción del otro mendigo pero el griterío y las corridas me distrajeron. Lo que más me aterró en un momento fueron las huellas ensangrentadas de un hombre que herido como se veía trataba de abrirse paso entre la multitud para acercarse lo más posible al portal. Tenía esas imágenes en la cabeza cuando otra se me  incrustó con sonidos de una actualidad urgente y peligrosa. Ahí mismo, en el Colby, estaba a punto de generarse una grande. Una pareja de gitanos contra el camarero. Más exactamente entre el gitano, y todo lo que le hiciese frente. El corpulento muchacho, tirando a gordo, lucía una camiseta algo más pequeña que el talle correspondiente, lo que resaltaba sus músculos y su abdomen. La gitana también, aunque lo que resaltaba especialmente era su culo, a la sazón, motivo según su novio, de su ira. Su ira contra el camarero que no había sabido disimular su interés por tan reluciente abundancia. En verdad, muy bien distribuida. Dos globos apretujados y sostenidos por la estrecha columna que remataba con excelentes líneas su cintura. Dibujo de una plasticidad subyugante. Entiendo al pobre camarero. Quizá con unos años más de oficio llegue a evitar ese indisimulable gesto de deseo feroz que evidenció para furia del celoso amigo de la “racita calé”.  Ella trató de sofocar los ánimos desencajados de su prometido, y en parte lo consiguió, mientras el mozo, oculto, tras un biombo, al fondo del local, dudaba si hacerle o no caso a su hombría ante los insultos y desafíos que le propinaba el otro. Muchos clientes optaron por pagar y marcharse antes que comenzasen a volar todo tipo de elementos que el gitano buscaba afanosamente para arrojarle al atrevido. Yo dejé mis cosas en el rinconcito aquel que tenía dispuesto como si fuese mi oficina. Las creía a salvo. Y salí a la puerta del local para fumar tranquilo y seguir desde allí el desarrollo de los acontecimientos. Además pensé, y de forma acertada, que cuando por fin se marchasen los gitanos podría tener una visión más amplia y menos arriesgada de aquella mujer. Que lucía una cabellera oscura y revuelta que le llegaba a las comisuras mismas del ojete. Un tipo que salía susurró “si no quiere que se la miren que le ponga un burka, coño”. Le iba a decir que mejor no diese ideas, pero me contuve.
Luego, cuando llegó la calma, esto es cuando se fueron definitivamente, ella colgada del brazo del muchacho que seguía mascullando insultos y revoleando el brazo libre, y el camarero salió del escondrijo con cierta precaución, decidí volver a lo mío. Pensé en Tito, nuevamente, en qué sería de su vida, si es que aún vivía. Si habría logrado ir a México, con su hija. El tenía muchos amigos como yo. Que se habían hecho amigos del mismo modo, contándose mutuamente sus miserias. Más que ninguna otra cosa. Siempre seducen las historias con picos y profundidades. Así, de forma pareja. Exitos y fracasos, todo en un mismo frasco. En el orden que se quiera. Con final feliz o dramático. A mí en particular me sorprendieron los apelativos de toda aquella fauna descrita por el ex futbolista. Aunque también he pensado muchas veces que cantidad de ellos se los iba inventando en medio del relato. Depende de la atención que se le dispensara. Los “macizos”, los “reptantes”, los “reincidentes”…
A mí me llegó a decir  que yo podría llegar a ser, algún día, un ángel efímero. Que era cuestión de que me lo propusiese. O no. Que tal vez me sucedería igual. Y yo meneaba la cabeza negativamente, que no me interesa, le dije. Que todo eso me sonaba un tanto absurdo.
-No; no es absurdo. Con el tiempo lo va a entender mejor. Y si le pasa, si un día descubre que sin darse cuenta ha sido un ángel efímero, no se deprima. Todos esos que están ahí –me señaló la multitud-, esperan al menos esa oportunidad. Sus vidas tienen un vacío que usted no imagina. No les falta un techo, ni les falta comida, fíjese, mírelos bien, observe sus ropas, hasta sus modales ¿parecen pobres? Es otra cosa. Usted cree que es una desgracia ser un ángel efímero, pero es más de lo que muchos quisieran. Así como me ve, yo siento que no he vivido en vano.
-Para usted, Tito, es una distinción, eso me quiere decir.
-Bueno, si es como usted lo define, sí.
No sé, le respondí escéptico, pero me quedé con ganas de entender en qué radicaba su satisfacción, viéndolo así, sumido en la carencia y la soledad más espantosa.
Tito, si está por ahí, ya lo iré a visitar (este mensaje es para alguno que lo conozca y tenga internet, Tito es el viejo ex futbolista, el único ángel efímero que he conocido hasta ahora, y yo, pues, un amigo de Tito).



martes, 5 de febrero de 2013

Los Tigres del Norte



Me estaba comiendo una abundante tapa en Los Tigres del Norte, ahí por la calle Hortaleza.  Bah, le llaman tapa pero en realidad era un platazo de paella con varias, éstas sí, tapas de las clásicas, una con queso, otra con rodaja de chorizo y otras no sé muy bien de qué, y todo remojado con una caña en vaso tubo. Y a sólo dos con cincuenta euros. Especial para pobres como yo. Y no tan pobres en este parque de diversiones en penumbras. Festín para mis tripas y sosiego para mis neuronas necesitadas de un toque de ausencia en el embarcadero de las almas en pena. Allí entre la bruma corrupta de los noticieros y la pérfida brisa de las palabras huecas y los titulares con vendajes de momias. El cerebro por la nariz y a esperar el juicio eterno. En estas cavilaciones me encontraba cuando Fran pasó junto a mi mesa (que no somos amigos, apenas cruzamos unos saludos de tanto en tanto), y me susurró, inclinándose para hacerlo más cómplice, un ¡ey, que todos somos ángeles efímeros! Había leído algo, cosa que me sorprendió bastante, sinceramente. No esperaba ningún comentario de ese hombre, pero mira por dónde, ahí estaba.  “Claro”, les respondí, y aprovechó quizá mi cara de sorpresa para apartar una silla y sentarse enfrente mío. Sin invitación, aunque le dije igual siéntate si quieres, aunque ya se había sentado y me miraba fijamente como si me fuese a revelar un secreto. O un descubrimiento importante.
-Lo del muro te refieres a la otra vida, ¿no? Al cielo o algo así…-, me lanzó junto con su dedo índice apuntándome a la frente.
-No-, le dije escueto.
-¿Ah, no? Cómo…a ver, explícame entonces eso de cruzar “al otro lado”, es que pa`mí la única opción de hacerlo es estando muerto, ya sabes, no hay otra forma…
Lo noté incomodo, contrariado, pero yo no tenía ganas de darle ningún alivio.
-Hablo de otras cosas-, le contesté.
-¡De la fama! ¡Eso es!-, exclamó por fin, desahogándose de una duda, o como para llevarse al menos el segundo premio. Y sonrió satisfecho.
Pero le clavé otra estocada.
-Pues no, es que no se trata precisamente de un asunto tan concreto. Sí, es un poco ambiguo, tal vez, pero es lo que es…aunque si tú lo entiendes por ese lado está bien. Ese es un poco el fin del arte, la interpretación libre, aunque la piedra angular sea mi propia inquietud ¿me entiendes?, si no me sorprende a mí, me aburre. Hay un punto en el que verdaderamente somos tomados por sorpresa, y la historia tiene su propia vida…y te da placer escribir y recorrer esos laberintos imprevisibles, hasta sentimos un poco de angustia por el desenlace, temores, ansiedad…hay que padecer el relato…quizá parezca presuntuoso…no sé, ¿entiendes?
Se quedó mirándome unos segundos, y no supe si iba a carcajearse o darme una trompada. Pero se puso de pie, frunció la boca desconcertado y con un hilito de voz dijo “bueno”, ya para marcharse. Igual traté de no ser descortés y agregué, inútilmente:
-La verdad es que no suelo “explicar” lo que escribo, además, a veces, no sé, honestamente, lo que escribo. Sí, sé, sé el comienzo y más o menos  lo voy llevando, y después…
-Ajá-, dijo sin más interés ni en mi relato, ni en mi explicación, ni en mí. –Bueno, nos vemos-, me saludó finalmente.
Y me alegré de que se fuese, mi cerveza se había calentado con esa visita inesperada, y deseaba volver a mis cavilaciones. Por lo menos allí, en el limbo, nadie me cuestionaba nada. Aunque tampoco pude volver a ellas. Otras “ellas” reclamaban mi atención, una “ella” en especial. Una brasileña –deduje por su acento- que hablaba con su amiga y me miraba de reojo. Le sonreí y me devolvió una sonrisa mucho más amplia y blanca.
Esa noche viajé a Rio de Janeiro a bordo de una piel morena, y subí a dos Pan de Azúcar; me deslicé por un pequeño Mato Grosso y al fin encontré un mínimo Amazonas. El cielo grisáceo de sus ojos tuvo gaviotas y el aire tibio de su aliento me trajo el ritmo de una bossa en pleno Copacabana. Y fui un ángel, un ángel muerto y uno revivido. Un efímero ángel de una ciudad llena de ángeles efímeros. Tan viejo como mi viejo amigo, el ex futbolista. Y tan pobre como él. Aunque a diferencia de aquel hombre, por una noche, al menos por una, no me había sentido tan solo. Y hasta imaginé que había sido amado de verdad.
 A la mañana siguiente todo Brasil roncaba y me marché sin hacer ruido, le di un beso en la única mejilla libre, pero ni se enteró. No dejé notitas, ni ninguna cursilería al uso. Sólo me adentré en la calle, ésa, que ya buscaba presurosa, enloquecida, la multitud que se apretujaba frente al portal aquel. ¿Quién no quisiera cruzar al otro lado?, le dijo una mujer de piel muy blanca y cabellera negra con reflejos ocres a su eventual acompañante, un tipo alto con gafas de sol y un portafolios como el de un vendedor de seguros, que asintió con la cabeza.
Pasé por enfrente de “Los Tigres del Norte” y sentí una estúpida melancolía del día anterior. Hubiese soportado a Fran una vez más con el afán de comenzar de nuevo la tarde que trajo la noche y las costas cariocas. Pero aquello ya era definitivamente el pasado. En este, mi lado, era también un ángel, más que efímero, desesperado, pero un ángel que de vez en cuando , muy de vez en cuando, encontraba su instante de eternidad.


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