Todos tenían algo en común. Como
en una legión. Un rasgo que lo distinguía y los aunaba. No era nada difícil sumarse,
mezclarse entre ellos, confundirse en sus concilios y mítines. Unos pocos
gestos y palabras orientadas a tópicos evidentes eran suficiente carnet de “soy
de los vuestros”. No estaba de más utilizar de tanto en tanto una mueca
cómplice en cuanto sonaba el nombre de tal o cual, o se hacía referencia a un
hecho por todos conocido. O un guiño de entendimiento o un cabeceo de desagrado
ante la mención de un fulano o fulana de la “contra”.
En el sentido cronológico pluralidad
absoluta. Ya podrían tener treinta u ochenta años, los códigos eran cuasi
idénticos, como sus opiniones y predicciones acerca del devenir del país…o del
mundo. Salirse del libreto establecido era suficiente para ser mirado como a
aquellos humanos que trataban de no llamar la atención en la invasión de los “ultracuerpos”.
Solo faltaba el chillido y el dedo apuntador. Los parámetros estaban
perfectamente definidos, ningún atajo, nada de matices.
Los “aislados” deambulábamos como
verdaderos leprosos.
Apestados, y ciertamente, por
mucho, los más antisociables.
No nos echaban de ningún sitio,
pero nuestra soledad era palpable. A tal punto, que hasta entre nosotros, que
no éramos pocos, nos mirábamos con recelo. Franqueados casi siempre por los
grupos afines, teníamos barreras que preferíamos no quebrar. Además, ya estábamos
habituados. Y esto sucedía en los ámbitos más variopintos.
Decidí no salir de casa por un
tiempo. Y no hablar con nadie. Aunque necesitaba con desesperación ponerme en
contacto con gente por temas laborales. Los recursos económicos eran ya de por
sí escasos y mis alacenas mostraban una
palidez cadavérica. Tendría que negociar una salida, aceptar las reglas de
juego propuesta por quién sabe, y ser parte de aquella marea. O telaraña. Hacer
los gestos y muecas convencionales, sonreír o fruncir el ceño, cabecear atento
para no confundir el rango. Y decir, de tanto en tanto, alguna frase que
despierte idénticas reacciones entre mis contertulios, para así realizar en
conjunto una especie de ritual rítmico de aprobación o desagrado, según fuese,
alrededor del noble altar de la confraternidad.
O el “compañerismo”. “Compañero” o “compañera”. Que así se llamaban entre sí. En
realidad los otros también se llamaban entre sí del mismo modo. Los otros,
digo, la “contra”.
Una tarde me quedé dormido en el
sofá y soñé que los “ultracuerpos” eran eso, un sueño. Un mal sueño, claro. Que
la gente se llamaba por sus nombres. Nada de “colega”, “compañero”, “camarada”,
“correligionario”. Como mucho por sus motes: “jetón”, “pelambre”, “pistola” y
así. O por su origen: “Cordobés”, “Turco”, “Sudaca”. O por su estilo: “Maricón”,
por ejemplo. Que a mí me llamasen “petiso” me sonaba bastante integrador. Casi
cariñoso. Además lo soy. Qué carajo. Y calvo. ¿No me iba a ofender porque me
dijesen “pelado”? Bueno, si me gritan ¡pelado puto! es otra cosa. Ya estamos
insultando. Si fuese puto, bien. Pero el modo, la cuestión es el modo.
-Volviendo al tema: ¿crees que
eso me convierte en un ángel efímero? Lo de esa sensación de estar aislado. De sentirme
un apestado. ¡Soy un antisistema auténtico!
-Bueno, pero ahora estás hablando
conmigo, tan aislado no estás…
-¿Qué tendría que hacer para ser
un “ángel efímero? ¿Cometer un crimen? ¿Tener una muerte espantosa?
-Primero: ser un ángel efímero no
tiene ningún mérito. Segundo: no entiendo tu interés por serlo. Tercero, y más
importante: nadie, absolutamente nadie se convierte a sí mismo en un ángel
efímero, quien o quienes lo determinan es esa mayoría ajena, desconocida, que
en parte mencionabas al comienzo de tu relato. Perdón por lo de “relato”, sé
que debe ser bastante duro sentirse así.
-¿A ti no te pasa?
-¿Qué cosa?
-No, a ti no te pasa…los “apestados”
somos distintos…muy distintos…
Se levantó con la mirada en un
punto tan lejano y a la vez tan íntimo, que no me atreví a detenerlo ni a
decirle que se quedase un rato más, que le invitaba otro trago, o un café, que me
contase algo más de esa angustia pavorosa que le tocaba vivir. O que no se le
ocurriese hacer una estupidez. Solo sabía su nombre: Manuel. El que él me dijo,
sabrá dios si era o no el verdadero. Un nombre muy común para alguien que se
sentía tan diferente. Lo vi irse con las manos enfundadas en los bolsillos de
su abrigo, me pareció que las llevaba hechas puños.
Pobre tipo, pensé. Pagué la
cuenta al camarero y comprendí que solo pagaba un café. El mío. El único.
-Perdón…¿no me cobra los dos
licores que bebió mi amigo?
-¿Disculpe?
-Mi amigo, el que se acaba de
marchar…
-Usted ha estado solo todo el
tiempo…al menos en mi turno, y estoy aquí desde las cuatro-.